La nave descendía lentamente. Todos miraron con sorpresa.
Era un transporte Aquila Imperial. En otro sitio, en otro lugar hubiera sido
derribado. Pero no allí.
La nave se posó en el polvoriento suelo. Aquello podría ser
un puerto espacial. Podría, por que no lo era. Simplemente un montón de edificios, sin orden ni
concierto rodeaba lo que se suponía que era una pista de aterrizaje. No estaba
cuidada, para qué. Los Elegidos de Horus pocas veces usaban naves pequeñas. Un
par de Stormbirds y una Thunderhawk eran su flota. Eran lo suficiente para
llevar a sus legionarios a las naves de combate. Tenían dos destructores y una
fragata. En ese momento no estaban allí.
La puerta de la nave imperial se abrió, con un zumbido
metálico propio de los mecanismos que la controlaban.
Nadie había allí, todo estaba solitario. Cuando la puerta se
bajó, una figura oscura se asomó y salió.
Le sorprendió ver que no había nadie. La posición era
correcta, el scanner no se habían equivocado. Aquel era su destino.
El sujeto vestía una armadura astarte negra, con piezas
sacadas de otras armaduras, tanto leales como caóticas. Llevaba una capa y
cubría su rostro con una capucha, que iba unida a la capa. Antes, mucho tiempo
atrás, llevaba túnica, pero ya no, nunca más. Aun así corría peligro de que lo
reconocieran, si alguien recordaba quien era.
Aleazar, El Mensajero. |
Llevaba mucho tiempo huyendo, demasiado. Milenios. En una de
sus manos llevaba un báculo, que en otro tiempo podría significar algo, tal vez
de un psíquico. No era suyo, pero le pertenecía. Estaba coronado con una
calavera metida en un anillo dorado, con una I grabada en el centro. Aquello
para él era un trofeo, un símbolo de su poder. En otro tiempo perteneció a un
hermano Gris, un caballero. Él lo mato. En su espalda llevaba una espada de
gran tamaño y de su pierna colgaba una arma, un bolter de asalto. Un cordón de
color carmesí saltaba de un lugar a otro, igual que el que salía de debajo de
su dorsal. Este era negro, como su armadura y estaba coronado por una pequeña
estatua de piedra que representaba a un embozado con alas que portaba una
guadaña. Una espada alada dorada era el único adorno que tenía este. Una de sus
hombreras llevaba un símbolo muy inquietante, un cráneo con una capucha, como
la que él llevaba. Y en la otra hombrera nada, ningún símbolo. Era un ser
oscuro, que destacaba como el sol en el amanecer en aquel planeta.
Con paso raudo y sin prisas, se dirigió hacia uno de los
edificios. Era el de mayor tamaño, tan grande como para poder albergar a varios
cientos, e incluso un par de miles de personas.
Empujo la gran puerta del salón con ambas manos y entro.
El salón estaba desierto, no había nadie, solo una especie
de trono en el centro. La sala estaba rodeada de columnas, pero había la
suficiente distancia para que la iluminación que había en la pared creara
sombras.
Avanzó despacio. No confiaba en nada. Eso le había hecho
sobrevivir. Cada paso que daba lo acercaba al trono, o podría llamarse también
estrado. Observaba minuciosamente a su alrededor. Su naturaleza cauta era por
instinto. Y su instinto le decía que no estaba solo, que había alguien más,
observándole.
Su bastón tintineaba en el suelo, el brocado metálico dorado
hacia ruido en aquel silencio espectral.
Y entonces sucedió. Vio como unas sombras se movían
rápidamente entre las columnas. Lo siguiente fue un ataque. Fue muy rápido,
pero él lo esquivo con gran maestría. Vio como una alabarda de energía se
dirigía hacia él, pero se apartó justo a tiempo. No vio quien la portaba, era
muy rápido.
Otro ataque más, pero esta vez sí vio a su atacante. Y lo
que vio lo dejo petrificado. Bueno le hubiera dejado petrificado si hubiera
sido un humano normal.
El atacante era un legionario, pero sus extremidades eran
las de un reptil acorazado. Tenía cuatro brazos, en los superiores empuñaba una
alabarda y en los inferiores llevaba un bolter y una pistola. Le ataco con el
arma de energía mientras disparaba.
Eludió sus disparos y paro la alabarda con el báculo. Hubo
un intercambio de fuerzas, pero el extraño hizo retroceder al legionario. Antes
de que se diese cuenta, un segundo enemigo le ataco. Esta vez solo esquivo y
extendiendo el bastón hizo un círculo, con el cual delimitaba su campo de
acción. Tres enemigos más se unieron a
los atacantes. Eran demasiados para él, aun así, apunto a los enemigos con su
bolter de asalto.
Los cinco rivales eran legionarios, y todos en vez de
piernas tenían una mutación de reptil. De cintura para abajo, sus cuerpos eran
acorazados, con púas. La parte acorazada era de color verde oscuro, casi
metalizado, mientras su cuerpo era de un color cadavérico.
Estaba rodeado, y había perdido. Lo único que esperaba era
la bendita muerte. Por fin después de milenios, para él, morir era un sueño, su
única salvación.
Perseguido por mil mundos, sus enemigos lo acosaban. El Ala
de la Muerte casi lo había capturado una vez, pero logró escapar por los pelos.
Fue entonces cuando se convirtió en un creyente. Los dioses
del Caos nunca lo habían escuchado, pero aquel que respondió a su llamada sí. Y
como pago por aquello se convirtió en su servidor.
-
¡Alto!- escucho una voz que decía. Esa voz lo
saco de sus pensamientos
-
¡Retiraos!- volvió a decir la voz con autoridad.
Aquellas bestias desaparecieron y en su lugar apareció un
astarte. Lo reconoció enseguida, era un Hijo de Horus seguro, por las
facciones, lo único que era distinto era la cicatriz que tenía en el rostro,
que le hacía diferente.
Portaba una armadura reliquia, más antigua que la suya, de
color verde marino, mal conservada y que había sido reparada multitud de veces.
Era una Maximus, seguramente, pero quedaba irreconocible. En su rostro tenía un
corte aún sangrante, pese a que tenía que haber estado cicatrizado hace años.
Los dos se miraron y un silencio inquietante hubo entre los
dos.
La voz del legionario lo corto.
-
¿Quién eres?, ¿Por qué has venido aquí, Ángel Oscuro?
-
Ángel, si pero no Oscuro- dijo el sujeto-. Más
bien Caído.
-
No me has respondido.
-
Me llamo Aleazar y soy un mensajero.
-
¿Mensajero?
-
Se te dijo que iba a venir uno, ¿no?
-
Sí.
-
Soy yo.
-
Te pareces a Cypher- dijo el legionario.
-
Cypher es un cretino. Se cree que por que fue
elegido Lord Cypher puede ir por la galaxia dando tumbos- dijo el Caído-.
Además es un traidor, siempre lo fue. Lion tuvo que haber acabado con los
Caballeros de Lupus cuando tuvo oportunidad. No murieron todos y encima uno de
ellos se convierte en Lord Cypher. Tú debes de ser Horus, ¿no?
-
Si, lo soy.
-
Ya nos hemos presentado.
Horus vio en el Caído un hombre sin miedo. Aquel hombre lo
había perdido todo. Su fe, sus compañeros. No le quedaba nada.
Y en ese momento apareció Anarquía. El Caído, al verla se
postro.
-
Mi Señora- dijo.
-
Aleazar, hacía tiempo que no te veía. ¿Sigues
huyendo de tu pasado?
-
Como siempre.
-
Te dije que deberías enfrentarte a él. Otros
como tú lo han hecho.
-
Y han acabado encerrados en La Roca. Prefiero
morir a esa suerte.
-
Siempre igual- dijo la mujer.
Horus los miro a ambos. El Caído continuaba postrado con una
rodilla en tierra y la cabeza agachada. Pero debajo de su embozo veía como la
miraba.
Horus interrumpió la escena.
-
Siendo un mensajero traerás algún mensaje, ¿no?
-
Si- dijo el Caído levantándose-. Mi Señora, las
Hordas están preparadas. Están contigo.
-
Bien- dijo ella- es gratificante que estarán en
la Gran Batalla.
-
¿Hordas?
-
Si Horus, demonios menores, insignificantes
comparados con mis hermanos. Ellos los ignoran.
-
Además traigo un presente para nuestro nuevo
aliado- dijo el Caído.
El antiguo astarte cogió la espada que tenía en su espalda y
se la entregó a Horus. Este la observo perplejo. La desenfundo, y al verla su
piel se erizo.
-
¡Una espada Inquisitorial!- dijo Horus- ¡Es una
Némesis!, no puedo usar esto, no soy psíquico.
-
No hace falta que lo seas- le contestó Anarquía-
Además, esta Némesis es especial. Ha sido reforjada y convertida en un arma muy
peligrosa. Es una Matademonios.
-
Exacto, mi Señora- dijo el Caído- Es un trabajo del
mejor forjador de la Galaxia. Todo el tinte psíquico que poseía se le ha
quitado. Ahora es una espada Demonio. Una Espada para matar Héroes.
Horus miro la hoja. En ella vio un resplandor azulado, algo
que se revolvía en su interior, pero no era maligno, eso podía asegurarlo. El conocía
el Mal, lo había saboreado. Aquello no lo era.
-
Hay algo en esta arma, algo especial- dijo
Horus.
-
Si, lo notas, ¿no?- le contesto el Caído.
-
Sí, no es malvado, es… no sé cómo explicarlo.
-
También lo he notado- dijo Aleazar.
-
Es la esencia del Universo- dijo Anarquía-, es
un lugar donde no existe ni el bien ni el mal, es el equilibrio perfecto. Es la
esencia del Caos. El Caos lo es todo, puede ser mal o bien, dependiendo del uso
que se haga de él. Depende del uso que tú hagas de esta arma.
Horus miro a ambos. La espada irradiaba una luz, también azulada.
Su destello no provenía de ninguna capsula de energía, era interna, del alma,
el espíritu de la espada. Y entonces, solo entonces Horus oyó una voz dentro de
su cabeza.
-
No temas, astarte- dijo la voz-. Eres mi Dueño y
Señor, te serviré con lealtad. Juntos aniquilaremos a nuestros enemigos. Juntos
destrozaremos a los que intenten desafiarnos. Ahora somos uno y te acepto como
Dueño. Solo tú me empuñaras, solo tú podrás usarme. Dime quien es tú enemigo y
a partir de ahora también lo será mío.
-
Los Dioses del Caos y sus servidores- musito
Horus en su cabeza.
-
Soy la Espada Asesina, soy la Forjadora de Héroes,
soy la que empuñaras contra tus enemigos. Pero te advierto, si no soy complacida
te lastimare, te torturare.
-
Lo serás.
-
Entonces ya somos uno.
El resplandor azulado envolvió a Horus. Tanto Aleazar como Anarquía
apartaron su mirada, castigados por el puro resplandor que partía del astarte.
El caído miro a Anarquía y le pregunto.
-
¿Qué sucede?
-
Tenemos nuestro Campeón.
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